Páginas

31 de marzo de 2013

Dalí contra Dalí


La lucha contra si mismo nació con el propio Dalí, cuando vino al mundo para sustituir a su hermano fallecido de mismo nombre; hecho que marcó considerablemente su infancia (normal, pobre criatura).

Más de cien años después del primer enfrentamiento parece que la competición continúa siendo un espectáculo privado en el que los demás artistas no están invitados a entrar. A Salvador Dalí no hay quien le haga sombra y si debe competir con alguien no puede ser con otro que con el propio Savador Dalí.

El pasado lunes se clausuró en el centro George Pompidou la que sin duda fue la exposición del año ( premio Globe de Cristal ).

El título de la muestra es claro, conciso y bastante simple: Dalí. Cuatro letras suficientes como para batir todos los récords posibles: horarios de apertura ampliados desde el segundo fin de semana debido a la gran afluencia de gente, los últimos cuatro días abierto 24 horas non stop (primera vez en este museo) con más de hora y media de espera pasada medianoche, más de 7000 visitantes por día, 790.090 en total. A diez euros la entrada y en época de crisis los datos parecen no ser nada malos.

Cartel con el horario especial de los últimos tres días.

Ni tan siquiera Hopper desde el Gran Palais con sus largas filas y sus pioneras aperturas nocturnas logró hacerle frente al surrealismo en persona. Y es que sólo hay una exposición que haya superado esta cifra, allá por 1979, cuando las normativas sobre aforo eran menos estrictas, lo que le permitió alcanzar las 840.000 visitas. El lugar...el mismo; el autor...también.

No cabe duda de que ya sea por su método paranoico-crítico, por su gran calidad artística, por sus hilarantes apariciones, por Gala, por los relojes o los rinocerontes, Salvador Dalí llama, atrae, VENDE. El centro George Pompidou, consciente de esto programó una visita acorde al personaje y las circunstancias.

Primera de las colas que hay que realizar para ver la exposición.  Viernes 22 de marzo, 11.50 de la noche.

A pesar de que la muestra se desarrollaría en la última de las plantas del edificio, ya en el hall de entrada nos encontramos con el primer guiño daliniano: una gran pantalla proyecta ininterrumpidamente Un Perro Andaluz, su gran colaboración con Buñuel. Gracias a esto se hacen algo más llevaderas la segunda y la tercera de las colas (de un total de cinco) que debemos hacer para entrar en la exposición.

La ubicación en la última planta tampoco parece ser casual: dado el inevitable tiempo de espera es de agradecer que en la cuarta de las colas se nos permita contemplar una de las mejores vistas desde el centro de París.

Vistas desde la penúltima de las colas. Lluvioso primer día de la exposición.

La escenografía se continúa cuidando en la última de las zonas previas a la entrada, donde un contador nos indica el número de personas que se encuentran dentro de la sala.

Una vez superados todos los obstáculos entre nosotros y el genio el papitar de un corazón nos envuelve en la zona de entrada. Miramos, izquierda, derecha, y nos percatamos de que estamos en el interior de un útero-huevo en el que se proyecta una imagen de Dalí emulando ser su propio feto.

Pero sin duda la zona más espectacular y de mayor atracción es el salón cabeza de Mae West en el que el visitante tiene la oportunidad de formar parte de la obra, sentarse en el sofá-boca y fotografiarse a través de la pantalla gigante que proyecta la imagen del conjunto en la pared frontal. El espectador forma parte de la obra; completa el espectáculo con su propia proyección.

Vista del salón de Mae West desde la fila para fotografiarse. Primer día de la exposición.


Tras más de una hora en el interior de la exposición y con la mente completamente ensimismada con el mundo daliniano salir  y ver Paris de nuevo desde un lugar tan privilegiado y posiblemente ya de noche, es la guinda perfecta para el que durante los últimos meses fue uno de los mejores planes en la ciudad de la luz.

28 de marzo de 2013

Las Estatuas de la Libertad de París


Que uno de los principales símbolos de los Estados Unidos de América es más francés que la baguette no es algo que todo el mundo sepa.

Su origen se remonta a la segunda mitad del siglo XIX. Por aquel entonces Francia estaba muy interesada en ensalzar las alianzas con los EE.UU. , por lo que decidió construir un gran monumento para ellos. El objetivo era que la obra se inaugurara en 1876, conmemorando así el centenario de la declaración de independencia, pero claro, como por aquel entonces los franceses estaban muy atareados luchando contra los prusianos, regalando territorio a los alemanes y cambiando de sistemas de gobierno mientras que los yankees reconstruían un país machacado por la reciente guerra civil, la inauguración se tuvo que retrasar diez años.

El autor de La Libertad Iluminando al Mundo (su nombre original) es Auguste Bartholdi, un alsaciano que anteriormente ya había intentado construir un monumento similar en Egipto, teniendo como ambición en esta vida el emular una de las siete maravillas del mundo antiguo: el Coloso de Rodas. Sin embargo, la realización de semejante obra excedía el campo meramente escultórico por lo que nuestro amigo Bartholdi tuvo que acudir a personas más encaminadas hacia el mundo de la ingeniería y la arquitectura; de esta forma, y como no podía ser de otro modo, el encargado de los planos del edificio interior de la estatua no podía ser otro más que Viollet-le-Duc quien, desgraciadamente, por aquel entonces estaba en todas.

Con el proyecto ya comenzado fue necesaria la intervención de otro constructor por lo que se decidió contar con la colaboración de Gustav Eiffel. No me diréis que hay una ecuación más francesa que esta: además de ser los tres autores de origen francés uno de ellos es el creador del que ahora es el monumento más representativo de Francia mientras que el otro se encargó de “corregir” todos los edificios existentes hasta su nacimiento, con el objetivo de crear un “verdadero estilo francés”, que es lo que nosotros ahora vemos cuando contemplamos monumentos de la talla de Notre Dame.

Los trabajos comenzaron con tiempo para poder inaugurarse en 1876 pero, debido a los problemas que ya mencioné anteriormente, el 4 de julio de aquel año (centenario de la declaración de independencia) Nueva York se tuvo que conformar con contemplar la antorcha, que si que había sido terminada y se envió para el acto. De hecho, mucho antes de que los americanos pudieran apreciar el rostro de la estatua, los parisinos ya estaban hartos de ver aquella cabeza enorme en sus jardines, ya que durante 1898 estuvo expuesta en el Campo de Marte como parte de la Exposición Universal de dicho año.

La cabeza de la Estatua de la Libertad en París durante la Exposición Universal de 1898.  Foto: Wikipedia.


Finalmente, y no sin algunas peripecias más de por medio, La Libertad Iluminando al Mundo fue inaugurada en 1886 en una pequeña isla de Nueva York elegida expresamente por el artista y que, debido a la fama que adquirió la obra, acabó por ser rebautizada como la Isla de la Libertad.

Pero no con la colocación de la estatua en Estados Unidos acabó la relación de París con ella. En 1900, con motivo de la Exposición Universal de aquel año, Auguste Bartholdi regaló a la ciudad una réplica aproximadamente a escala humana de la figura. Ésta fue instalada en el Palacio de Luxemburgo, pasando a formar parte de la decoración de sus hermosos jardines seis años después. Se dice de ella que supone la primera prueba que hizo el escultor en bronce para realizar la gran figura. A mediados de 2012 y por motivos de conservación esta estatua fue trasladada al interior del Museo d'Orsay por lo que deduzco que lo que se puede contemplar ahora en los jardines de Luxemburgo es una copia.

Jardines de Luxemburgo.


Otra estatua de la libertad se alza en la Île des Cygnes, en el Sena. En este caso se trata de una figura de unos nueve metros que la colonia parisina de estadounidenses donó a la ciudad como agradecimiento por la que Francia había hecho para ellos en lo que me parece el mayor gesto de adulación entre países jamás contado. El autor es el mismo, por lo que supongo que Auguste Bartholdi vivió unos años de actividad muy fructífera gracias a un solo diseño.

La libertad y el Sena
Estatua de la île des Cignes.

La ubicación actual de esta estatua data de 1989 cuando se colocó en este lugar con motivo de la exposición universal de aquel año. Es decir, en 1989, si tú paseabas por París te encontrabas trozos de la Estatua de la Libertad allá donde fueras (porque aún no acabamos).

Quizás la que más valor tenga como modelo de la “original” es la que se encuentra en la actualidad en el interior del Musée des arts et Métiers de París ya que al parecer sí que es el primero de los modelos que se hizo de la figura. Y digo “en el interior” porque en la puerta del museo nos encontramos con un duplicado de la original que está dentro. En este museo también se encuentran maquetas que representan la construcción de la estatua en Nueva York.

Modelo para la Estatua de la Libertad de Nueva York.
Réplica del modelo del interior del museo.


Maqueta representando la construcción I


Maqueta representando la construcción II


Pero por si fuera poco, una réplica más de la antorcha se puede ver en el Pont de l'Alma. Esta obra es de 1987 y representa el agradecimiento de los estadounidenses a los franceses por su participación en la restauración de la “verdadera” estatua de la libertad. Actualmente este monumento es un lugar de culto para los seguidores de Lady Di ya que se encuentra sobre el túnel en el que falleció la princesa.

Antorcha del Pont de l'Alma.


Supongo que, como en todas las ciudades del mundo, existirán cientos de réplicas de la Estatua de la Libertad a modo de souvenirs en las casas de los habitantes de París. Sin embargo eso ya no es un tema que me toque tratar a mi, o no al menos hoy...

17 de marzo de 2013

"Paris Vu Par Hollywood": una exposición que prometía pero defraudó.


Uno de los principales motivos de que París sea una de las ciudades más idealizadas del mundo es, sin duda alguna, la imagen que de ella nos ha dado el séptimo arte.

No sé si tendrá alguna relación el hecho de que los hermanos Lumière fueran de aquí al lado, pero desde el comienzo de la historia del cine París es una ciudad que gusta a la cámara y que se gusta a sí misma al ver reflejados en la pantalla sus puentes, sus calles, sus monumentos... por eso cuando descubrí la existencia de esta exposición “París visto por Hollywood” no me sorprenció lo más mínimo ya que se trata de una de las temáticas más simples y a la vez más acertadas para realizar una exposición en la ciudad (pero a alguien se le tiene que ocurrir la idea). Obviamente una muestra de estas características tiene mucho de propaganda turístico-cultural así que, ¿quién mejor que el propio Hôtel de Ville ( ayuntamiento) para realizarla?

La entrada era gratuita y la temática parecía ser el sueño de todo comisario: una exposición que ensalzaría el valor patrimonial de la ciudad ante sus habitantes y que enamoraría a los turistas reflejando ese carácter romántico de París que uno no siempre se encuentra al salir a la calle. Además, con un título tan amplio y un poco de vista, la exposición podría abarcar todos los géneros y en consecuencia atraer a un público de todas condiciones y edades. Lo dicho, el sueño de cualquier comisario; eso que cuando estudias tus profesores te dicen que nunca lograrás hacer.




¿Qué fue lo que pasó entonces? Quizás es que el título era demasiado amplio. Quizás es que una tenía demasiadas expectativas en cuanto a lo que debería ser mostrado o  simplemente el hecho de pasarme jornadas enteras en el Louvre y conocer el Museo del Cinema de Turín hizo que esta exposición me supiera a poco, a muy poco.

Que se rodaran mas de 800 películas con París como telón de fondo hace imprescindible la selección por lo que la exposición se dividió en cuatro temáticas :
La historia del París mudo
El París sofisticado de la comedia romántica.
El apogeo de las películas del Cancán.
¡Acción! Hollywood rodó en París desde 1960.

En este aspecto no tengo nada que reprocharles a los responsables de la exposición ( Anne-Sylvie Schneider, Isabelle Cohen y Antoine de Baecque): ellos son los entendidos sobre el tema y ante semejante avalancha de películas es evidente que hay que seleccionar los momentos más representativos.


Sin embargo, una llega a la cola para entrar en el edificio (exposición gratuita y últimos días no son una buena combinación) y, tras 45 minutos esperando ante las puertas de un colosal palacio, me encuentro con que la zona de exposiciones se limita a una sección que más bien parece un entresuelo.

La visita comienza justo al terminar de subir unas escaleras, en lo que sería un pasillo. Ahí, apretujándose con el resto de la gente y con las pantallas demasiado cerca como para poder apreciar bien las escenas y la letra de las explicaciones demasiado pequeña, comienzan a contarnos la historia del cine en París. Como en realidad no se trata más que de un pasillo un poco ancho, la visualización del contenido resulta imposible: la información se encuentra a ambos lados y para poder apreciarla es necesario estar pegado a la pared contraria lo que, obviamente, perjudica la visión de los demás visitantes. Cuando por fin se acaba ese pasillo (más rápido de lo que debería sólo por las ganas de salir de allí) hay que bajar un par de escaleras desde las que ya se aprecia todo el contenido de la sala en la que se encuentra el meollo de la muestra. Sin duda antes de llegar al último escalón una sensación de ¿esto es todo? se apodera del visitante (al menos de mi). “Si lo llego a saber no hago la cola” es lo siguiente que se me pasó por la cabeza.

A falta de un lugar amplio en el que mostrar restos de guiones, vestuario y escenas de películas, unos muebles distribuyen el espacio de forma laberíntica de modo que, tras entrar en uno de los rectángulos en los que estaba dividida la sala (si, más pasillos) tenemos que contemplar los objetos que se muestran a izquierda y derecha mientras que la pantalla en la pared del fondo (no más de 6 metros) reproduce una escena supuestamente representativa de lo que nos están mostrando.

Los muebles están demasiado bajos por lo que la gente se agacha para contemplar las cosas, impidiendo el tránsito hacia el final del rectángulo.Pero en realidad eso dará igual porque allí habrá personas contemplando la pequeña pantalla puesta a la altura de los ojos del que llegue de primero, y de la nuca del primero para los que lleguemos detrás (¿de verdad no la podían poner más alta?). Los letreros estaban desgastados o habían desaparecido (aquí un aplauso al que se encargó de musealizar por favor, aunque en realidad ya llevaría varios) y los vestidos que lucía Audrey Hepburn en sus películas, si bien eran uno de los ganchos principales de la muestra, se encontraban estrangulados entre cubículos, pasillos y pantallas, siendo imposible una visualización óptima de absolutamente nada de lo que conformaba la exposición.

Parte central de la muestra

Al salir de la sala las conclusiones están muy claras: el material era poco y el lugar no era el apropiado. La temática daba para mucho más y la verdad, no me queda claro si lo que limitó el desarrollo de esta exposición fue las características del recinto o si el recinto se condicionó de ese modo para disimular las carencias de la muestra.

Creo que una temática como esta habría dado muchísimo más juego de habérselo propuesto quien sea que mandaba y, como mínimo un buen ciclo de cineParís vu par Hollywood” debería haber llenado las tardes de los martes/jueves de los meses que duró la exposición. No estoy al 100% segura de que ese ciclo no haya existido porque como ya he dicho, la pillé en sus últimos días. Sin embargo, hojeando un poco los folletos y buscando en internet no encontré nada que me inclinase a pensar que realmente se habían proyectado las películas en las que se basaba la muestra.

Para mi “París vu par Hollywood” no fue más que un preámbulo de lo que algún día será una gran retrospectiva sobre el tema en la que, tras hacer esta crítica, no creo que Antoine de Baecque me deje trabajar.

14 de marzo de 2013

La Historia de la Moneda



Se puede decir que siempre he tenido suerte en lo que a encontrar dinero por la calle se refiere. De hecho, en mis cuatro años viviendo en Santiago, logré 100 euros gracias a dos billetes de 50 que recogí de la acera con dos años y una calle de distancia desde que me encontré el primero hasta que vi el segundo, que por cierto, fue justo cuando acababa la carrera. Lo que anteriormente se llamaba un regalo fin de carrera, vamos.

Pero la historia de la moneda comienza en marzo de 2011 en el último viaje que hice a Francia antes de venirme a vivir aquí. Se trataba de una visita a una antigua compañera de Erasmus. En aquel viaje tuve la ocasión de participar en una cena “très chic” en la que las anfitrionas habían querido dar un toque “español” al utilizar para el plato principal una plancha colocada en el centro de la mesa. - ¡Pero si esto es muy español!- decían mientras yo las miraba con cara de -¿vosotras os pensáis que comemos así todos los días en España?-. El caso es que durante aquel viaje me había encontrado todos los días una moneda de poco valor en la acera. Las primeras veces no se le dio la menor importancia, pero a partir del tercer día ya se había convertido en una de las anécdotas del viaje.


Aquella era en realidad la última cena en el norte de Francia y durante ese día no me había encontrado ninguna moneda, Sin embargo tras los postres y la sobremesa, en el corto trayecto que separaba el lugar en el que habíamos cenado del coche, una moneda de 20 céntimos apareció brillando bajo la única farola del camino. Obviamente la recogí y se la mostré con orgullo a mi colega Erasmus diciéndole – Ahám , ¿creías que iba a acabar el día sin que encontrara una?-.

Otra chica que había cenado con nosotras miraba sorprendida la escena sin comprender nada. Le explicamos la historia y comenzó a reírse y, cuando al fin paró, con una expresión un tanto soberbia me dijo – En Francia no nos agachamos por una moneda de menos de 1 euro-. Me resultó extraña aquella contestación porque por lo demás me había parecido una persona de lo más simpática e interesante, pero pasados dos años comprendí que cuando decía aquello lo hacía con toda la razón del mundo y es que, desde el comienzo de mi vida en París no he parado de encontrarme cosas. Los primeros días encontré una memory card, una pulsera de plata... pero a partir de la tercera o cuarta jornada las monedas finalmente empezaron a aparecer.

No es que yo sea una persona que va por las calles de una ciudad nueva mirando para la punta de sus zapatos, pero es que parecía que cada vez que bajaba la vista al suelo una moneda estaba ahí esperando ser recogida. Nunca eran de gran valor, la mayor parte de las veces no llegaban a los 10 céntimos, pero se acabaron convirtiendo en una rutina diaria hasta que decidí no recogerlas a no ser que fuesen de mayor valor. Mi intención con esa “orden interna” era dejar de agacharme todos los días en la calle por unos míseros céntimos. Y así fue. Al día siguiente lo que me encontré bajando unas escaleras era una moneda de un euro. Tras cogerla sonriendo pensé -ahora sólo me falta el billete de cincuenta- y claro, tras el éxito que había tenido mi propósito de abandonar la recolección de céntimos realmente llegué a pensar que iba a encontrarme un billete en la acera. Pero pasaron los días y no había ni billetes ni monedas que recoger, así que le reconocí al karma su victoria y descubrí la moraleja de la historia “la avaricia rompe el saco”.

Varios días después, con el asunto olvidado y la cabeza en otras cosas, iba yo caminando por una zona arbolada totalmente “desierta” cuando me di cuenta de que había una cosa rectangular tirada en el suelo un poco más adelante. Al llegar vi que se trataba de un monedero de Louis Vuitton sin más contenido que un billete de 10 euros y una moneda de 2. Tras mirar hacia todas partes en busca de algún signo de actividad humana y sin forma alguna de poder localizar al propietario decidí quedármelo. Al llegar a casa comprobé que estaba valorado en más de 150 euros así que di por satisfecho mi deseo de encontrar un billete de 50.




Actualmente vuelvo a recoger pequeñas monedas todos los días. No es algo que haga para mejorar mi economía; simplemente ya lo considero un signo de buena suerte para la jornada. De hecho, si ya he cogido una en el día y la siguiente que me encuentro no es de una cantidad considerable no me molesto en agacharme.

Esta semana he decidido que voy a juntar todas las monedas que encuentre de aquí hasta finales de junio en la carterita de Louis Vuitton para hacer un balance antes de las vacaciones de mis días “con buena suerte” en París, o simplemente de mis riquezas. Quien sabe, a lo mejor el último día me tomó un café con ellas...

La vida en París

Van ya más de tres meses aquí y pienso que  va siendo hora de empezar a sacar conclusiones.

 La primera  deducción importante se produjo a los pocos días de mi llegada. No era mi primera visita a la ciudad ya que había estado en París hacía más de seis años durante un periodo de menos de cinco días. Había visitado la ciudad en medio de unas sesiones maratonianas de Roland Garros. Aún todavía hoy no comprendo en qué momento saqué tiempo para ir hasta Versalles.  

Lo cierto es que con este tipo de viajes express una se acostumbra a visitar los monumentos emblemáticos en tiempo récord; a comer fast food y a hacer un "fast tour". Todavía hoy me recuerdo corriendo de la mano de mi madre por los pasillos de pintura renacentista del Louvre, cada una prestando atención a una de las paredes y, cuando una de nosotras encontraba algo "emblemático" tiraba del brazo de la otra para que se parase y lo viese. Tras unos treinta segundos la operación se volvía a repetir una y otra vez hasta llegar a la imponente Victoria de Samotracia (que paraliza a cualquiera).




Ahora, en esta nueva experiencia, una llega con ganas de  empaparse de cultura y sensaciones, lentamente,  a modiño, absorber cada momento con todos los sentidos; inhalar lentamente la ciudad, trasladándose a escenas guardadas en la memoria, ya sean vistas en París je t'aime, Amelie, Midnight in Paris, Moulin Rouge, 3 Colours: Rouge, Les Intouchables, etc o aprehendidas de lecturas y estudios previos (imposible pasear por un boulevard sin recordar a Haussman).  Pero tras esas intenciones très romantique una se enfrenta a la realidad;  y es que no hace falta pasar mucho tiempo aquí para darse cuenta de que la ciudad está preparada par un turismo del tres al cuarto ( de tres a cuatro días, vaya) en el que ya no se acepta a aquellos que pretenden emular a la "old school" ( ai si Chopin o Lord Byron levantaran la cabeza...!)

 Actualmente vivimos inmiscuidos en el mundo de la imagen; lo que en turismo se podría traducir como el turismo de la foto y el au revoir.


 Al principio me parecía estúpida esa manía de algunos centros de exposiciones de no permitir sacar fotografías. Totalmente consciente de que tras ese aura de misterio y un respeto superlativo hacia las obras se escondía un claro afán por conseguir que los turistas invirtieran más en souvenirs como postales. Ahora comienzo a pensar que son ellos, sin pretenderlo los que "salvan" la clásica visión de las obras de arte y es que frente al "no funny photo" que los vigilantes repiten sala tras sala en los museos que permiten realizar fotografías, aquellos lugares que las prohiben logran en realidad frenar ese ansia por inmortalizar la vida sin pararse a vivirla; obligan al espectador a ver mediante sus ojos y no mediante la pantalla del Iphone o la Nikon de turno haciendo que se paren y aprecien la obra de arte o, al menos la VEAN.