Se puede decir que siempre he tenido
suerte en lo que a encontrar dinero por la calle se refiere. De
hecho, en mis cuatro años viviendo en Santiago, logré 100 euros
gracias a dos billetes de 50 que recogí de la acera con dos años y
una calle de distancia desde que me encontré el primero hasta que vi
el segundo, que por cierto, fue justo cuando acababa la carrera. Lo
que anteriormente se llamaba un regalo fin de carrera, vamos.
Pero la historia de la moneda comienza
en marzo de 2011 en el último viaje que hice a Francia antes de
venirme a vivir aquí. Se trataba de una visita a una antigua
compañera de Erasmus. En aquel viaje tuve la ocasión de participar
en una cena “très chic” en la que las anfitrionas habían
querido dar un toque “español” al utilizar para el plato
principal una plancha colocada en el centro de la mesa. - ¡Pero si
esto es muy español!- decían mientras yo las miraba con cara de
-¿vosotras os pensáis que comemos así todos los días en España?-.
El caso es que durante aquel viaje me había encontrado todos los
días una moneda de poco valor en la acera. Las primeras veces no se
le dio la menor importancia, pero a partir del tercer día ya se
había convertido en una de las anécdotas del viaje.
Aquella era en realidad la última cena
en el norte de Francia y durante ese día no me había encontrado
ninguna moneda, Sin embargo tras los postres y la sobremesa, en el
corto trayecto que separaba el lugar en el que habíamos cenado del
coche, una moneda de 20 céntimos apareció brillando bajo la única
farola del camino. Obviamente la recogí y se la mostré con orgullo
a mi colega Erasmus diciéndole – Ahám , ¿creías que iba a
acabar el día sin que encontrara una?-.
Otra chica que había cenado con
nosotras miraba sorprendida la escena sin comprender nada. Le
explicamos la historia y comenzó a reírse y, cuando al fin paró,
con una expresión un tanto soberbia me dijo – En Francia no nos
agachamos por una moneda de menos de 1 euro-. Me resultó extraña
aquella contestación porque por lo demás me había parecido una
persona de lo más simpática e interesante, pero pasados dos años
comprendí que cuando decía aquello lo hacía con toda la razón del
mundo y es que, desde el comienzo de mi vida en París no he parado
de encontrarme cosas. Los primeros días encontré una memory card,
una pulsera de plata... pero a partir de la tercera o cuarta jornada
las monedas finalmente empezaron a aparecer.
No es que yo sea una persona que va por
las calles de una ciudad nueva mirando para la punta de sus zapatos,
pero es que parecía que cada vez que bajaba la vista al suelo una
moneda estaba ahí esperando ser recogida. Nunca eran de gran valor,
la mayor parte de las veces no llegaban a los 10 céntimos, pero se
acabaron convirtiendo en una rutina diaria hasta que decidí no
recogerlas a no ser que fuesen de mayor valor. Mi intención con esa
“orden interna” era dejar de agacharme todos los días en la
calle por unos míseros céntimos. Y así fue. Al día siguiente lo
que me encontré bajando unas escaleras era una moneda de un euro.
Tras cogerla sonriendo pensé -ahora sólo me falta el billete de
cincuenta- y claro, tras el éxito que había tenido mi propósito de
abandonar la recolección de céntimos realmente llegué a pensar que
iba a encontrarme un billete en la acera. Pero pasaron los días y
no había ni billetes ni monedas que recoger, así que le reconocí
al karma su victoria y descubrí la moraleja de la historia “la
avaricia rompe el saco”.
Varios días después, con el asunto
olvidado y la cabeza en otras cosas, iba yo caminando por una zona
arbolada totalmente “desierta” cuando me di cuenta de que había
una cosa rectangular tirada en el suelo un poco más adelante. Al
llegar vi que se trataba de un monedero de Louis Vuitton sin más
contenido que un billete de 10 euros y una moneda de 2. Tras mirar
hacia todas partes en busca de algún signo de actividad humana y sin
forma alguna de poder localizar al propietario decidí quedármelo.
Al llegar a casa comprobé que estaba valorado en más de 150 euros
así que di por satisfecho mi deseo de encontrar un billete de 50.
Actualmente vuelvo a recoger pequeñas
monedas todos los días. No es algo que haga para mejorar mi
economía; simplemente ya lo considero un signo de buena suerte para
la jornada. De hecho, si ya he cogido una en el día y la siguiente
que me encuentro no es de una cantidad considerable no me molesto en
agacharme.
Esta semana he decidido que voy a
juntar todas las monedas que encuentre de aquí hasta finales de
junio en la carterita de Louis Vuitton para hacer un balance antes de
las vacaciones de mis días “con buena suerte” en París, o
simplemente de mis riquezas. Quien sabe, a lo mejor el último día
me tomó un café con ellas...
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